Las amenazas no dan tregua: ataques DDoS, vulnerabilidades en APIs, riesgos en el lado cliente… La superficie de ataque crece, los entornos se vuelven más híbridos y los recursos no siempre acompañan. ¿Cómo responder con eficacia sin perder agilidad? El 18 de septiembre, CIONET España organizó una mesa redonda en colaboración con Radware bajo el título «Protegiendo lo crítico: Estrategias frente a amenazas híbridas», en la que se exploró cómo reforzar la ciberseguridad con una defensa activa, una monitorización en tiempo real y una protección integral para los clientes y la cadena digital. También abordamos la automatización, el escalado seguro y la unificación de la protección en red, infraestructuras y aplicaciones.
La fotografía ha cambiado: ya no hablamos de incidentes aislados, sino de campañas combinadas que mezclan DDoS volumétricos con ataques de capa 7, explotación de APIs expuestas, bots que imitan comportamiento humano y técnicas de client-side (skimming, inyección de scripts, manipulación del DOM) que pasan desapercibidas para controles tradicionales.
La cadena de suministro digital añade otra capa de fragilidad: bibliotecas de terceros, tags de marketing, conectores SaaS y proveedores de CDN se convierten en vectores que el equipo de seguridad no siempre controla de punta a punta. En paralelo, la superficie de ataque crece con arquitecturas multicloud, edge, IoT/OT y servicios distribuidos, lo que diluye el perímetro y obliga a reconsiderar dónde y cómo observar, prevenir y responder.
Este entorno viene además atravesado por una presión regulatoria creciente. Normativas como PCI DSS v4.0, DORA o NIS2 empujan hacia controles más sistemáticos, capacidad de reporte y evidencia continua. Es un avance necesario, pero también plantea tensiones operativas: el cumplimiento no puede convertirse en una “capa” añadida al final del proceso, sino que debe integrarse desde el diseño.
En la práctica, esto significa pasar de auditorías puntuales a monitorización continua de controles, de políticas genéricas a políticas contextuales, y de inventarios estáticos a catálogos vivos de activos, APIs y dependencias. El cambio cultural que subyace es claro: seguridad entendida como exposición gestionada más que como fortaleza inexpugnable.
Los ataques DDoS han evolucionado mucho desde aquellos primeros intentos de saturar servidores con tráfico masivo. Hoy hablamos de ofensivas multivector que combinan distintas capas —volumen, protocolo y aplicación— y que buscan no solo tirar abajo un servicio, sino erosionar la experiencia del usuario y poner a prueba la resiliencia de toda la infraestructura. En paralelo, los bots ya no son simples scripts: simulan el comportamiento humano, se camuflan entre el tráfico legítimo y ejecutan tareas como el acaparamiento de inventario, la explotación de credenciales o el fraude publicitario.
Ante este escenario, la respuesta clásica —filtrar tráfico en el firewall o ampliar capacidad de red— ya no es suficiente. El nuevo paradigma pasa por una defensa activa, donde el sistema no solo bloquea ataques conocidos, sino que aprende, se adapta y responde en tiempo real. Esto incluye técnicas como:
La clave está en la visibilidad en tiempo real: poder observar no solo cuántas solicitudes llegan, sino de dónde, con qué patrón, a qué APIs y con qué impacto en la aplicación. Esta visibilidad convierte el monitoreo en un radar anticipatorio, capaz de señalar si un pico de tráfico responde a un ataque coordinado, a una campaña de marketing legítima o a un error en un partner.
Los bots plantean un reto adicional: muchos forman parte de operaciones automatizadas legítimas (crawlers de buscadores, integraciones de terceros), lo que obliga a clasificarlos con precisión. Aquí la IA y el machine learning ayudan a distinguir entre tráfico útil y malicioso, analizando señales como velocidad de navegación, consistencia de headers, uso de proxies o repetición de patrones de interacción.
La defensa activa no se limita a la reacción: también implica simulación de ataques controlados para evaluar la capacidad de absorción, la coordinación con proveedores para escalar defensas rápidamente y la existencia de playbooks claros que reduzcan la improvisación. Todo ello con un objetivo compartido: que el usuario final apenas note que, detrás de su pantalla, la organización está conteniendo un ataque masivo.
El lado del cliente se ha convertido en un terreno fértil para los atacantes. Cada interacción digital —una compra online, un formulario de login, un portal corporativo— se apoya en código que se ejecuta en el navegador del usuario: librerías de terceros, tags de marketing, scripts analíticos o integraciones con pasarelas de pago. Esa capa, invisible para el equipo de seguridad tradicional, es también la puerta de entrada a técnicas como el formjacking, el robo de credenciales o la inyección de scripts maliciosos. El reto es que la mayoría de organizaciones no tiene visibilidad sobre qué ocurre una vez que el código llega al cliente.
Blindar este frente exige un cambio de mentalidad: no basta con proteger el perímetro o el servidor; hay que incorporar Client-Side Security. Herramientas de monitorización del navegador, controles de integridad de scripts y políticas de Content Security Policy (CSP) ayudan a detectar y bloquear modificaciones no autorizadas. Además, las soluciones de Runtime Application Self-Protection (RASP) y la instrumentación del código permiten observar lo que realmente sucede en el dispositivo del usuario. En la práctica, esto se traduce en detectar si un script ha sido manipulado, si se exfiltran datos sensibles o si un componente externo introduce riesgos.
La otra cara del problema es la cadena de suministro digital. Hoy las aplicaciones no son monolitos, sino ensamblajes de componentes de terceros, APIs de partners, microservicios distribuidos y paquetes open source. Cada dependencia es un eslabón que, si se rompe, puede comprometer al conjunto. Los casos recientes de ataques a proveedores de software, librerías open source contaminadas o integraciones SaaS explotadas demuestran que el riesgo ya no está solo “dentro de casa”.
Para reducir esta exposición, las organizaciones están adoptando enfoques como el SBOM (Software Bill of Materials), que permite inventariar cada dependencia y trazar vulnerabilidades conocidas; la validación continua de APIs, que asegura que solo se exponen las necesarias y bajo control; y la monitorización de integridad en tiempo real para detectar cambios sospechosos en proveedores críticos. La segmentación y el principio de mínimo privilegio también son vitales: limitar el alcance de cada conexión reduce el impacto de una eventual brecha.
Más allá de la técnica, proteger cliente y cadena de suministro implica reforzar la confianza digital. Los usuarios esperan que sus datos estén seguros cada vez que interactúan con una marca, y cualquier incidente en un proveedor puede repercutir directamente en la reputación de la organización. La clave está en entender que la seguridad ya no es un esfuerzo aislado, sino una red de corresponsabilidad entre empresa, partners y ecosistema digital.
Uno de los grandes cuellos de botella de la ciberseguridad actual no es tecnológico, sino humano. La escasez de talento especializado es un problema global: los equipos de seguridad no logran cubrir todas las vacantes, los perfiles con experiencia son difíciles de retener y el volumen de alertas supera la capacidad de gestión manual. Este desequilibrio entre demanda y disponibilidad ha obligado a las organizaciones a repensar sus modelos operativos.
Aquí es donde la automatización y las soluciones inteligentes entran en juego. No se trata de sustituir al experto, sino de liberarlo de tareas repetitivas y de bajo valor añadido. La clasificación inicial de alertas, la correlación de eventos, la actualización de reglas o la aplicación de parches de seguridad son procesos que pueden delegarse en plataformas de orquestación y automatización (SOAR) o en mecanismos de machine learning que aprenden de patrones previos. De esta forma, los analistas pueden enfocarse en lo que realmente requiere criterio humano: el análisis avanzado, la investigación de incidentes complejos y la toma de decisiones estratégicas.
Además, la inteligencia artificial aporta un valor diferencial. Los modelos de detección basados en comportamiento, el uso de algoritmos de detección de anomalías en tiempo real o la capacidad de identificar correlaciones invisibles para el ojo humano permiten anticiparse a ataques que antes pasaban desapercibidos. Incluso en áreas críticas como la gestión de bots o la protección de APIs, la IA está ayudando a distinguir entre tráfico legítimo y malicioso con mayor precisión, reduciendo falsos positivos y optimizando los recursos del SOC.
Pero quizá el cambio más profundo está en la cultura de seguridad. La automatización obliga a documentar procesos, definir playbooks claros y estandarizar la respuesta. En la práctica, esto reduce la dependencia de “héroes individuales” y convierte la seguridad en un sistema colectivo más resiliente, capaz de sostenerse incluso ante rotación de personal.
En definitiva, la combinación de automatización e inteligencia no resuelve por completo la falta de talento, pero sí actúa como un multiplicador de capacidades. Permite a equipos pequeños rendir como si fueran grandes, acelera la respuesta ante amenazas híbridas y da un respiro a profesionales que, de otro modo, estarían atrapados en tareas rutinarias. El mensaje es claro: en un contexto de recursos limitados, la tecnología no sustituye al humano, lo potencia.
Unificar protección no es “una herramienta que lo hace todo”, sino alinear planos: red, infraestructura, aplicación, identidad y datos bajo políticas coherentes y telemetría común. En la práctica, esto implica que el WAF, la seguridad de APIs, la gestión de bots y la mitigación DDoS compartan señal y orquestación; que la identidad (personas y máquinas) actúe como plano de control con políticas de acceso adaptativas; que el service mesh aporte mTLS, control de tráfico y observabilidad entre servicios; y que la protección del lado cliente se integre con inventarios SBOM y controles de integridad para la cadena de suministro digital. Esta convergencia reduce puntos ciegos y acelera la respuesta, porque una misma amenaza activa acciones coordinadas en varias capas sin intervención manual.
El aspecto organizativo es igual de importante. Equipos de SecOps, NetOps, DevOps y Compliance trabajando con objetivos compartidos y una ontología común de activos, riesgos y controles evitan traducciones y malentendidos. Muchas organizaciones están creando equipos de misión o “fusion centers” que agrupan perfiles de seguridad, observabilidad y producto para incidentes y servicios críticos. Mirando adelante, veremos más automatización dirigida por políticas, controles adaptativos alimentados por riesgo en tiempo real, y evidencia continua para regulación. El norte es claro: resiliencia digital como KPI de negocio, medida no solo por “ausencia de incidentes” sino por capacidad de absorber, adaptarse y seguir operando ante ataques y fallos.
La conversación en torno a las amenazas híbridas deja claro que la ciberseguridad ha dejado de ser un ejercicio reactivo para convertirse en una disciplina estratégica. Las organizaciones más expuestas —entidades financieras, telcos, e-commerce, industria crítica— saben que ya no basta con poner barreras, sino que deben diseñar arquitecturas capaces de resistir, adaptarse y recuperarse frente a ataques cada vez más complejos y persistentes.
En este contexto, Radware aporta un valor diferencial. Su propuesta combina protección DDoS avanzada, gestión de bots, seguridad de aplicaciones y APIs, y monitorización del lado cliente, todo ello con un fuerte componente de automatización e inteligencia. Esta integración permite a las organizaciones reducir la complejidad, detectar ataques en segundos y responder de manera coordinada en múltiples capas. En definitiva, Radware se posiciona como un aliado estratégico para CISOs y responsables de seguridad que necesitan equilibrar eficacia, agilidad y cumplimiento regulatorio sin perder de vista la experiencia del usuario.
La conclusión es clara: la resiliencia digital no se logra con una única solución ni con un esfuerzo aislado. Es el resultado de tecnología, procesos y cultura, pero contar con socios que aporten experiencia y capacidad probada, como Radware, acelera el camino y ofrece la confianza necesaria para proteger lo que realmente importa: las infraestructuras y aplicaciones críticas que sostienen el negocio.
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